“Profe puta”
e inclusión educativa
ladiaria.com.uy
Hace pocos días, nuevamente una profesora fue agredida
por un alumno, esta vez en el liceo 49 (Uruguay). El chico en cuestión fue el
mismo que muy poco tiempo antes había cometido una agresión similar en el liceo
25. La docente debió soportar toda clase de agresiones verbales, sumado a que
fue empujada y acorralada contra una pared mientras el alumno discurría en sus
groseros insultos. Violencia física y verbal.
El caso se hizo público a partir del paro convocado
por los docentes, a partir de la resonancia mediática que suelen tener los
paros. Por supuesto, algunos prefirieron cuestionar la medida y no debatir lo
importante del asunto, que es la violencia que se vive a diario en nuestras
instituciones educativas y que sufren tanto los alumnos como sus educadores.
El sistema educativo público uruguayo es el epicentro
de distintas formas de violencia, que reproducen y canalizan, por supuesto, la
violencia que circula a raudales en nuestra sociedad. Se sabe: el sistema
escolar es atravesado por todos los hilos sociales. Pero en tal sentido, y
aunque la violencia allí presente sea cometida y padecida tanto por hombres
como por mujeres, debemos ser claros en un punto: son en particular las mujeres
(y eso más allá de la evidente feminización del sistema educativo) las
permanentemente agredidas en nuestras instituciones escolares.
Desde hace ya unos cuantos años asistimos a
situaciones en las que maestras son golpeadas por padres (y, en la mayoría de
los casos, madres, que atacan a la referente educativa de sus hijos), y venimos
asistiendo también desde hace un buen tiempo a una realidad aun más desoladora,
que es la del ciclo básico, en donde no sólo se producen casos de alumnos que
golpean a profesoras, sino que se ha convertido en moneda corriente la agresión
verbal.
Nuestras educadoras suelen ser insultadas de manera
denigrante, sobre todo en el ciclo básico, en donde es habitual escuchar a
alumnos (justo en esa edad en que se están construyendo como sujetos que
valoran) que tratan de “putas” y “zorras” a sus profesoras, amén de recurrir a
otros adjetivos que responden a ciertos códigos contrarios a toda forma de
autoridad y puesta de límites por parte del mundo adulto. Así, el docente con
frecuencia es tildado de “alcahuete”, botón”, “ortiva” y calificativos
similares.
Para ejemplificar esta situación contaré un caso
ocurrido hace poco en el liceo de ciclo básico en el que ejerzo mi tarea
docente. Con motivo de las primeras reuniones docentes de evaluación, los
profesores de un grupo particularmente complicado del liceo tuvimos la
oportunidad de evaluar en equipo la situación de cada uno de los alumnos y del grupo
en general. Al llegar el momento de detenernos en un alumno particularmente
violento, que viene generando problemas graves dentro de la institución, una de
las colegas narró lo que le había tocado vivir con él recientemente. Contó que
en una de sus clases lo tuvo que “invitar” a salir del salón, para poder seguir
con la clase sin que siguiera agrediendo física y verbalmente a otros alumnos
que intentaban ejercer su derecho a ser educados en un clima adecuado. Tras el
pedido de la profesora, el alumno se retiró, insultándola, pero se colocó luego
con la cabeza atravesando la ventana (que no tiene vidrio) de la puerta del
salón de clases, y allí permaneció, repitiendo una y otra vez la misma frase,
“profe puta, profe prostituta”, a la que sumaba otras referencias de tono
sexual referidas a la docente. Todo esto ocurrió ante la mirada del resto de
los alumnos, que reclamaban “que se hiciera algo” para terminar con el violento
espectáculo que estaban padeciendo.
Frente a una situación que no sólo constituía un
ataque a su dignidad y era motivo de un estrés emocional marcado, la profesora
trató de no responder a la provocación, quizá por miedo, quizá para evitar
males mayores. Lo cierto es que se mantuvo estoica.
Justamente, cuando terminó de contar lo que le había
sucedido, fue esto último -su estoicismo frente a una situación absolutamente
violenta- lo que motivó la primera reacción de las autoridades presentes (una
representante de la dirección, una adscripta y la psicóloga de la institución),
que atinaron a felicitarla por no haber reaccionado, por haber permanecido en
su rol de “profesional”, en su rol de “adulto”, y no haber siquiera pestañeado.
A su vez, la invitaron a escribir un papelito en el que debía contar el hecho,
y le dijeron que luego lo juntarían con otros papelitos que narraran casos
similares en los que estuviera involucrado ese alumno y los elevarían,
finalmente, al Consejo de Educación Secundaria, para ver si en un futuro
próximo se podía lograr que comenzara a asistir sólo medio turno. Eso sí, el
alumno involucrado no sería nuevamente suspendido -a esa altura, las
observaciones de conducta se contaban en números de dos cifras: acumula
agresiones y faltas de todo tipo dentro de la institución-, porque, según
indicaron las mencionadas autoridades presentes, “no es la solución”. Cuando se
lo ha suspendido “vuelve peor”, dijeron, y además remarcaron que “se lesionan”
los “derechos educativos” del estudiante cuando se le suspende su concurrencia
al liceo. La cuestión, según parece, es apelar a incluir a toda costa, aunque
sea fomentando -sin que sea la intención, pero sí la consecuencia- la cultura
de la impunidad con que estamos educando a muchos de nuestros adolescentes en
los liceos.
En lo esencial, son las mismas explicaciones que
brindó por estos días la directora general de Secundaria frente al caso de
agresión ocurrido en el liceo 49: minimizar los hechos de violencia, pensar las
agresiones bajo parámetros de una supuesta inclusión, educar a los gurises en
la lectura de que no hay consecuencias punitivas frente a los actos de
violencia cometidos contra otros, frente al no respeto a las reglas, incluyendo
las no escritas sobre lo que implica la mínima convivencia social. El ejercicio
de la autoridad es visto como un ejercicio autoritario que lesiona derechos.
Confundir autoridad con autoritarismo o con insensibilidad ante alumnos en
situaciones vulnerables termina por resultar un combo explosivo que afecta
negativamente a todos los involucrados.
Por supuesto, este caso narrado no es el único dentro
del liceo; hay casos aun más graves de conducta violenta, casi todos vinculados
a alumnos con variadas patologías psiquiátricas que están sufriendo esta
concepción errónea de lo que, efectivamente, implica incluir. Son, a la vez,
víctimas y victimarios del sistema educativo.
¿Se entiende la gravedad de esta lógica? ¿Se entiende
lo que están padeciendo nuestros alumnos y lo que estamos viviendo los
educadores y, en particular, las mujeres que ejercen la docencia en nuestro
país?
Los profesores, viene bien recordar, también somos
personas, más allá de que seamos profesionales de la educación. Muchos colegas
terminan padeciendo problemas de salud mental a causa del estrés laboral y del
desamparo que vivimos a diario frente a situaciones que nos violentan desde lo
emocional hasta lo estrictamente profesional.
Y la tan mentada inclusión no deja de ser una farsa de
consecuencias nefastas, porque para incluir tienen que darse las condiciones
adecuadas, que son justamente las que hoy no tenemos ni por asomo. La amplia
mayoría de los liceos no cuenta con equipos multidisciplinarios ni con personal
docente e infraestructura adecuada que permita apelar a estrategias pedagógicas
y de salud mental que, al menos, hagan visualizar formas mínimas de
integración. Por el contrario, en este panorama que tenemos estamos simplemente
generando formas permanentes de estigmatización y discriminación, de exclusión
dentro de una supuesta inclusión. O sea: obtenemos exactamente lo contrario de
lo que se busca.
Porque es fundamental cuidar a nuestros adolescentes y
a nuestros colegas, es clave enterar a la población de las situaciones que se
viven a diario en la educación. Alcanza, en tal sentido -sin detalles de
nombres particulares y con referencias generales a roles y situaciones, para
proteger la identidad de todos-, con narrar los casos particulares y colectivos
que a diario vamos viviendo, para trascenderlos y exponer un tema que va más
allá de nombres y rostros. Sería un primer paso para dejar de ser cómplices
involuntarios de la violencia, para dejar de enmascararla y justificarla en
nombre de “derechos” sin responsabilidades y teorías psicológicas que,
paradójicamente, generan instituciones vulneradas en las que se lesionan
derechos más amplios de alumnos y educadores y en donde se patologizan los
vínculos, generando problemas de salud mental aun mayores que los que ya
estamos padeciendo.
No permanecer estoicos frente al “profe puta”, y
cuestionar el patológico modo de inclusión que estamos amparando, es
socialmente vital y éticamente imprescindible.
El mundo adulto debe responsabilizarse. Somos
nosotros, y no nuestros adolescentes, los que estamos fallando estrepitosamente
en nuestro rol.
Rebelión.org, 13-07-2016

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